La Ciudad Indestructible
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Desde que existen las grandes ciudades han existido también sus escépticos: personas que encuentran más virtudes en un estilo de vida rural, tranquilo y relativamente aislado. No es de sorprenderse que, en distintos momentos de crisis, estas personas se han apresurado a declarar que las ciudades pronto se volverán cosa del pasado. Con la llegada del teléfono en 1876, predijeron que la sociedad ya no necesitaría ni querría vivir en lugares altamente poblados, pues el invento nos conectaría fácilmente con quienes estuvieran a distancia. Más de un siglo después, el internet detonó profecías similares. Tras la caída de las torres gemelas en NY en el 2001, hubo quienes aseguraron que pronto nadie querría vivir en ciudades por su vulnerabilidad ante ataques terroristas.
Casi dos décadas después, durante la pandemia global del virus COVID-19, la historia se volvió a repetir — había llegado, ahora sí, la muerte definitiva de las ciudades. ¿Por qué vivir en una ciudad si no hay necesidad de acudir a una oficina, ahora que muchos trabajos pueden realizarse cómodamente desde casa con nada más que una computadora y una conexión estable al internet? ¿Para qué pagar una renta exorbitante por un espacio reducido cuando, por el mismo precio o menos, puedes triplicar los metros cuadrados de tu hogar y además agregar un jardín propio?
Al principio de la pandemia, incluso se pensaba que las ciudades con alta densidad de población — muchas personas viviendo en proximidad cercana — eran las más vulnerables ante el nuevo coronavirus, y cualquier otro virus que pudiera seguirle. (Esta teoría resultó ser incorrecta.) Todo esto apuntaba al fin de las ciudades, sin embargo, una vez más se han mostrado resilientes. Con la llegada de las distintas vacunas se siente una nueva esperanza por reunirnos de nuevo, y ¿qué mejor lugar que los distintos espacios y actividades que ofrece una ciudad? Restaurantes, bares, galerías, museos, parques públicos, bibliotecas se están llenando apenas abren sus puertas.

El New York Times recientemente publicó un artículo titulado “El Covid No Mató a las Ciudades. ¿Por qué fue tan atractiva esta profecía?” Emily Badger, la autora, escribe que la desconfianza por las ciudades tiene una larga historia en Estados Unidos, ya que desde los tiempos de Thomas Jefferson se han equiparado con el crimen, por un lado, y con el elitismo intelectual y cultural que tantos americanos — sobre todo los republicanos con baja escolaridad, que viven en áreas rurales — rechazan, pues la asocian con la superioridad moral de los europeos. Por lógica, el declive de las ciudades iría de la mano con la reivindicación de la provincia; los valores que imperan en estas regiones — la familia tradicional y la religión, por ejemplo — triunfarían sobre los que caracterizan a los citadinos más liberales y progresistas. De este modo, la muerte de las ciudades representa la conservación del pasado.
Pero la realidad es que, por su naturaleza misma, el ser humano siempre perseguirá el progreso, y no hay mejor catalizador para ello que una ciudad vibrante y saludable, una urbe en donde la diversidad no sólo se respeta, sino que se promueve. La ciudad no puede morir porque es, simplemente, uno de los mejores y más brillantes inventos de la humanidad. (Si no nos creen, les recomendamos este libro.)