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A pesar de toda la pérdida y devastación que ha experimentado el mundo desde diciembre del 2019 — cuando surgieron los primeros reportes de un nuevo coronavirus —, existe también un lado positivo de la situación.
Durante un año de encierros intermitentes, bajaron sustancialmente los niveles de contaminación de la tierra, lo cual no sólo nos brindó más tiempo de lo pronosticado para alcanzar ciertas metas ambientales, sino que también comprobó que sí es posible interrumpir radicalmente nuestros estilos de vida para lograr una meta colectiva. Por otro lado, gracias a la tecnología que nos permite mantenernos conectados con nuestros colegas a través de diversos canales, la manera en la que trabajamos se transformó de la noche a la mañana. Aquellos jefes que antes jamás hubieran confiado en sus empleados para trabajar remotamente ahora entienden que la productividad no necesariamente está ligada a la vigilancia (y de hecho, a menudo es todo lo contrario). Finalmente, la pandemia global del COVID-19 representó una página en blanco para muchas ciudades, las cuales tuvieron la oportunidad de tomar un respiro, analizar y discutir exactamente qué futuro quieren para quienes más importan: sus ciudadanos.
Similar al caso de Ámsterdam (sobre el cual escribimos el mes pasado https://www.reurbano.mx/renacimiento-de-las-ciudades-amsterdam/), Barcelona se encuentra en un momento de reflexión acerca de su relación de amor-odio con los turistas. Por un lado, más de 150,000 de sus ciudadanos dependen de una manera u otra de la industria del turismo. Por otro lado, el exceso de nómadas (en el 2019, 12 millones de personas visitaron la capital catalana, que tiene apenas 1.6 habitantes) ha transformado por completo y para mal la calidad de vida de miles de personas que viven y trabajan en los barrios céntricos de la ciudad. Y es entendible que estas personas sean un poco hostiles con los turistas. Una ciudad no es un parque de diversiones, es un ecosistema vivo y vibrante que, al albergar a personas de todo tipo, debe tener como principal prioridad la creación y el mantenimiento de espacios públicos y democráticos — aquellos que se disfrutan cotidianamente, no sólo durante una vacación.

Durante la primavera y verano del 2020, los meses sin turismo en Barcelona se sintieron utópicos para algunos, quienes compartían ratos agradables con sus vecinos en calles que antes eran casi imposibles de navegar, debido al alto tránsito peatonal turístico. Ahora que habían vivido una alternativa, la idea de regresar al pasado se volvió inaceptable, y juntos comenzaron a exigir a las autoridades un plan estratégico para lidiar con el turismo una vez que la pandemia terminara. En enero de este año, Barcelona anunció que prohibiría a sus ciudadanos rentar habitaciones a turistas en plataformas como Airbnb. Luego, en abril, dio a conocer un plan para revivir algunos espacios comerciales inactivos, llenándolos de comercios locales para ciudadanos y residentes. Una nueva aplicación para turistas les permitirá ver qué lugares están congestionados en ese momento, para evitar llenarlos más. Se aprovechó la pandemia para apresurar la construcción de 21 kilómetros de carriles para bicicletas y 12 kilómetros de espacio.
Es importante reconocer que el turismo en sí no es el enemigo. Más bien, deben de existir reglas y regulaciones que no permitan que el turismo se salga de nuestras manos y transforme a nuestras ciudades de formas que no queremos. Por ejemplo, las aplicaciones como Airbnb facilitan las vidas y experiencias de quienes viajan, pero a gran escala, pueden tener un impacto negativo en los barrios de una ciudad, llenándolos de personas que no tienen lazos con la comunidad local. En el caso de Barcelona, pasarán algunos años antes de que se pueda decir si las estrategias que están implementando rindieron los frutos que esperaban. Lo que sí puede decirse desde ahora es que la manera en la que se dieron estas acciones — a través de ciudadanos uniéndose para exigir que las autoridades los escucharan — es la mejor forma de hacer ciudad.