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Artículo creado por:

Crédito: Ignacio Brosa

Es entendible que alrededor del mundo en los últimos meses han surgido conversaciones acerca del mundo post-pandemia; de qué lecciones habremos aprendido — si es que hacemos el esfuerzo por aprender alguna — y qué secuelas dejará la experiencia sobre la vida humana contemporánea. Las ciudades como tal (o sea, los grandes espacios urbanos del mundo) fueron fuertemente afectadas por la pandemia. El concepto de “distanciamiento social”, por ejemplo, es antitético a la ciudad, un lugar en donde se vive en contacto constante y cercano con otro seres humanos. 

Sin pandemia, esta situación es generalmente positiva — vivir en comunidad, conectado con personas distintas a nosotros, genera empatía y un sentido de responsabilidad por el bienestar colectivo. Con pandemia, nos vimos obligados a evitar el contacto con extraños, y nuestra vida social se redujo a llamadas por Zoom o FaceTime con quienes ya considerábamos seres queridos. Perdimos, debido al estado de alerta, lo que el sociólogo Ray Oldenburg ha llamado el “tercer espacio”. Para Oldenburg, si el primer espacio que habitamos es el hogar, y el segundo el trabajo, el tercero es entonces aquel que se vive en comunidad, con personas que desconocemos pero con quienes compartimos valores o intereses. (El gimnasio, la biblioteca, los lugares de conciertos, el cine, la iglesia, los bares o restaurantes son ejemplos de “terceros espacios.”)

La Ciudad de México está llena de terceros espacios: sus diversos parques, museos, mercados de comida, flores, antigüedades o ropa, las panaderías, bares y restaurantes que dotan a la ciudad de una energía y cultura única en el mundo. Es verdad que, por naturaleza, el ser humano es un ser social. Por ello, este tipo de espacios y las actividades que se dan en ellos nunca podrán cerrarse permanentemente; incluso durante la pandemia, los ciudadanos de la CDMX esperaban con ansias que el semáforo naranja les permitiera regresar (con precauciones) a estos lugares. 

Crédito: cafenin.com.mx

Ahora que comenzamos — quizás más lento de lo que quisiéramos, pero seguro — a dejar atrás algunas medidas de seguridad impuestas durante la primavera del 2020, vale la pena exigir que estos espacios cobren la misma importancia que tienen en nuestras vidas sociales en el presupuesto de la CDMX. En Reurbano tenemos bastante experiencia en esto. Desde nuestro inicio hace más de diez años, hemos insistido sobre la necesidad de construir una ciudad que otorgue prioridad al ser humano por encima del coche, donde las banquetas sean amigables al peatón y que impulse e invierta en los espacios públicos y comercios locales. 

Por nuestra parte, nos hemos esforzado en restaurar edificios patrimoniales, adecuándolos al estilo de vida contemporáneo mediante intervenciones arquitectónicas respetuosas y sutiles, que abran la planta baja hacia la banqueta y en donde los residentes puedan crear un sentido de pertenencia y comunidad. Pero sabemos que realmente transformar una ciudad no es posible sin un esfuerzo coordinado a gran escala de parte de las autoridades gubernamentales, la inversión privada y la ciudadanía. ¿Quién puede negar que las calles llenas de plantas y mesas con comensales disfrutando el clima de la CDMX se ven mejor que cuando estaban atiborradas de coches? Ahora que hemos comprobado que existen alternativas que funcionan, es momento de exigir que se consideren dentro de las posibilidades de la ciudad. La pandemia no tiene por qué dejarnos sólo con pérdidas y lamentos; si queremos, podemos asegurar que de ella surjan mejoras para nuestra ciudad y calidad de vida.